Tuesday, August 20, 2013

hijo enfermo

    Una de las peores experiencias que he tenido como mamá, siendo madre soltera y primeriza, ha sido tener a mi hijo chico, enfermo.  No es sólo por la tristeza que te causa el ver a tu niño sintiéndose mal, sino porque todo alrededor de esto es complicado. Primero, el saber qué es exactamente lo que tiene o por qué se siente mal, ya que cuando son tan chicos no se saben expresar del todo. Segundo, cómo hacer para que se sienta mejor sin tener que recurrir a un doctor o clínica, en el caso no sea tan urgente, claro está, y finalmente, lograr que se tome las medicinas adecuadamente.  Esto último es toda una odisea y creo que ninguna mamá se ha salvado de este drama de hacerle tomar un remedio a un niño pequeño.
    Recuerdo una ocasión en particular en que me escapé temprano del trabajo ya que mi jefe, el vice presidente de una compañía multinacional, se encontraba en Europa en viaje de negocios y por la diferencia horaria, estaba segura de que ya no me necesitaría por el resto del día.  Asimismo, casi todos los ejecutivos de la oficina también estaban de viaje. Había cumplido con todos mis pendientes y ya no había mucho que hacer ese día, así que decidí salirme un poco antes para irme a la playa. El día estaba precioso, el cielo estaba despejado y con un sol espectacular.  Además quería aprovechar el horario de verano, ya que durante esta temporada recién anochecía a partir de las 8 de la noche, así que salí apurada antes de las 5pm, que era mi hora habitual de salida. Subí a mi auto apresurada, hacia bastante calor y se sentía humedad en el ambiente, encendí el aire acondicionado al máximo mientras de manera atolondrada buscaba algo de música para poner.  Puse el Sand In The Vaseline de los Talking Heads, entretanto iba manejando por Coral Gables y cortando camino por las calles con nombres en español, tratando de evitar las avenidas más congestionadas.  Sonaba "Psycho Killer" y estaba entusiasmada por la tarde de relajo que me esperaba, no todos los días de semana podía escapar de mis responsabilidades regulares e irme a huevear a la playa, pero ese día sí era posible. Seguía conduciendo e iba pensando en lo que tenía que hacer apenas llegara a mi casa: cambiarme la ropa de trabajo y ponerme el traje de baño; cambiarle de ropa a mi hijo, llevarle una toalla y otra muda por si acaso.  También pensaba en qué snacks habían en casa ya que debía llevarle algo de comer. Tenía la suerte de vivir a menos de 10 minutos de Miami Beach, así que solo pasaría por casa para cambiarnos y salir con las mismas. Hacía un calor infernal y yo emocionada escuchaba "Burning Down The House"pensando en que en un rato más estaría metida en el mar disfrutando como un delfín.  
    Llegué al daycare que quedaba en el barrio de la Pequeña Habana, era un casa grande, sencilla, ubicada en una esquina.  Tenía un jardín enorme, no muy bien cuidado y estaba rodeado de una rejas desgastadas; en la puerta de entrada a la casa había una escultura de un gallo gigante, obra de un artista cubano que tenía gallos similares en todas las esquinas de la Pequeña Habana.   Había llegado a recoger a mi hijo mucho más temprano que de costumbre y ni bien entré, la directora de la guardería, una señora cubana, gorda y bonachona, a quien siempre le contaba mis dramas de madre soltera, me recibió con la noticia de que justo estaba a punto de llamarme por teléfono.  Procedió a informarme que mi hijo estaba llorando desde hacía una hora y que se estaba quejando de dolor de barriga.  A los pocos minutos se apareció una de las maestras encargadas de los niños, que también era cubana y tenía nombre estrambótico junto con mi cachorro, que seguía sollozando.  La señorita de nombre estrafalario me informó que le acababan de tomar la temperatura y que tenía 100.5, es decir unos 38 grados Celsius.  Lo primero que se me vino a la mente en ese instante fue “¡la puta madre! ¡adiós playa, adiós chapuzón en el mar!”.  La directora cubana me recomendó que vaya de inmediato a comprarle alguna medicina para bajarle la fiebre ya que aún no le habían dado nada.  Subí a mi hijo al auto, lo senté en su car seat y le ofrecí un jugo de caja, como siempre lo hacía y lo rechazó. Me dijo que quería agua.  Felizmente tenía una botella conmigo y se la di. No me recibió nada más, ni de comer, ni de tomar, cosa rara en él ya que siempre que lo recogía se comía todo lo que traía conmigo. Esa vez no quería nada, solo se quejaba del dolor de barriga. Iba manejando y ya se me había pasado el entusiasmo de hace unos minutos antes y ya no me provocaba seguir escuchando a los Talking Heads.  Lo observaba por el espejo retrovisor y él intentaba dormir acurrucándose en su car seat, mientras seguía lloriqueando que le dolía la barriga. 
    En ese entonces era una ignorante en lo que se refiere a medicinas y dietas blandas para niños así que llamé por teléfono a mi amiga Sandra que tenía 3 hijos y se las sabía todas.  Me dijo que le diera Children’s Motrin al toque y que no se me ocurriera darle nada de leche, ni lácteos, los favoritos de mi hijo.  Como era de esperarse, no tenía en casa ningún remedio para niños así que me tocaba ir a comprar con mi hijo enfermo.   Manejé rumbo a Walgreens de Miami Beach, que quedaba a 5 minutos de mi casa.  Llegamos y aún hacía bastante calor, baje del auto, cargué al niño que estaba medio dormido y fastidiado y lo senté en el carrito de compras. Lo sentía mucho más caliente desde que lo había recogido.  Fui inmediatamente a buscar la medicina mientras él seguía lloriqueando y quejándose y se recostaba en mi pecho mientras yo empujaba el carrito. Pagué por el remedio, cargué nuevamente a mi hijo y en vez de manejar 3 minutos más hacia la playa, tenía que volver a casa a atender al enfermo. 
    Una vez en la casa, le di la medicina que escupió varias veces, ensuciando una de mis blusas favoritas que aun llevaba puesta, hasta que finalmente la aceptó quejumbroso. Al menos esa vez no me tomó tanto tiempo en convencerlo y se la tomó rápido, dentro de todo. Luego lo puse a dormir en su camita, pero me dijo que no, que quería echarse en mi cama.  Lo pasé a mi cama, como me había pedido y a los pocos segundos ya estaba dormido.  Pensaba que definitivamente no se sentía bien, pues el era un niño sumamente activo y comelón, por lo que al verlo así era un hecho de que estaba enfermo.  Volví a llamar a Sandra para preguntarle qué me sugería que le cocinara y ella, como toda una experta en temas domésticos, me recomendó que le diera fideos cabello de angel,  pollo sancochado o arroz blanco.  Tenía algo de fideos y un poco de pollo así que se me ocurrió preparar sopa de pollo, a pesar del calor horrendo que había y el sol radiante que todavía se asomaba.  Mientras iba preparando la sopa, pensaba en mi tarde de playa arruinada por la situación. Pasó un buen rato y la sopa ya estaba lista.  Fui a verlo y la fiebre le había bajado. Le hablé y el abrió los ojos. Lo primero que me dijo fue: “¿dónde está mi comida?”.  Por lo visto ya estaba bien, me sentí aliviada, pues mi madre siempre decía: "enfermo que come, no muere". Terminó la sopa de pollo y continuó igual de activo que siempre.   Por lo visto había sido solo un susto. Al menos eso era lo que quería creer.  Ya más tranquila, pero aún decepcionada, continué con mi aburrida rutina de siempre y alrededor de las 10 de la noche, cuando ya lo estaba acostando, lo noté otra vez caliente. No tanto como la primera vez, pero si estaba con algo de temperatura. Busqué alguno de los tantos termómetros que tenía en la casa y nada, no aparecía ninguno. Ni modo, pensé, así que decidí darle un poco más de Motrin, la medicina predilecta de mi amiga Sandra, por si acaso y para que pasara la noche tranquilo. Tomó la medicina quejándose y escupiendola una y otra vez, hasta que finalmente la aceptó y nos fuimos ambos a dormir.
    Alrededor de la 1 de la madrugada, me desperté con quejidos de mi hijo.  Esta vez lloraba y me pedía agua a gritos. Fui a traerle el agua y se tomó el vaso completo. Lo toqué y estaba quemando. No aparecía ninguno de los malditos termómetros.  Decidí que le daría más Motrin,  pero esta vez una dosis más alta.  Agradecí que aceptó tomarse la medicina casi de inmediato y asi podria seguir durmiendo. Sin embargo, ya no podía dormir porque lo sentía aun muy caliente, asi que se me ocurrio ponerle compresas heladas en la frente, pero no le gustaban y se la quitaba de encima.  Volvimos a dormirnos, pero de rato en rato lo monitoreaba para ver si le bajaba la temperatura. En el transcurso de la madrugada pensaba y rogaba que por favor amaneciera sin fiebre.  En esa época, ni él ni yo teníamos seguro médico y en Estados Unidos es un lujo enfermarte si no tienes seguro.  Honestamente, estaba más preocupada por el tema del seguro, que por la temperatura de mi hijo.  Imploraba que amaneciera bien, ya que aparte de la cobertura médica, no podía darme el lujo de faltar a mi oficina.  Trabajaba en una muy reconocida empresa, pero como llevaba poco tiempo, me pagaban por horas trabajadas y no contaba aun con beneficios adicionales.  La semana pasada había sido feriado nacional y había dejado de trabajar 2 días seguidos lo cual afectó mucho mi pago semanal. No podía faltar otra vez esa semana.
    Aproximádamente a las 5 de la mañana, volvió a quejarse y a pedir más agua. Seguía muy caliente, no lograba bajarle la fiebre y yo ya estaba bastante preocupada.  Era un hecho que tendría que llevarlo a la clínica apenas amaneciera. Le di más de la medicina y le puse compresas heladas a la fuerza ya que él las detestaba y se las quitaba.  Ya no pude dormir más después de eso, daba vueltas en la cama pensando a dónde lo llevaría y todavía era muy temprano para llamar a Sandra a preguntarle a donde me recomendaba llevarlo.  A las 7 en punto de la mañana, me levanté exhausta, era un zombie, me duché y me vestí como cualquier día de trabajo, es decir con traje de oficina. Lo llevaría a la Clínica Comunitaria de Miami Beach y pagaría por la consulta. Él estaba adormecido, seguía caliente por la fiebre y regañaba mientras le sacaba la pijama para ponerle la ropa. Terminé de vestirlo, agarré su mochila y lo subí al carro, bien amarrado en su car seat. Mientras manejaba camino a la clínica, me comuniqué con mi oficina para avisar que tenía un imprevisto y que iría más tarde.  "Ni modo, medio día menos de pago", pensaba yo preocupada.
    Como mencioné anteriormente, mi hijo no tenía seguro médico en ese momento.  No era tan irresponsable, lo había tenido hasta hacía unos meses, pero como ya no ganaba “tan poco”, ya no calificaba para el seguro médico del estado y  me lo habian suspendido.  Así funcionaba este país, a unos les daban todo, y a otros que de verdad lo necesitan, no les daban absolutamente nada. Yo no  exigía o reclamaba ningún beneficio del gobierno gratis, no era mi estilo y nunca lo fue, yo no era una comechada, una sanguijuela que le chupa la sangre a otros, nunca me gusto vivir a expensas de los demás y aun hoy, creo firmemente que nadie tiene por que vivir del trabajo o de los impuestos de los demás. Sin embargo, esta había sido una situación especial, en circunstancias especiales, y como ya no era tan pobre, no calificaba para obtener el seguro médico para mi hijo. 
    Llegué a la clínica y tuve que dar varias vueltas antes de encontrar donde estacionarme. Por fin encontré un espacio, donde pude dejar el auto.  Bajamos y ahora debía pagar el parquímetro, que para mi mala suerte solo aceptaba monedas y no billetes, ni tarjeta de crédito.  Busqué monedas en todos los bolsillos de mi cartera y en el carro, solo encontré el equivalente a una hora y media de parqueo.  Pagué y luego ingresamos a la clínica, mi hijo medio dormido en su coche y yo deseando con todo mi ser que vendieran o que hubiese una máquina dispensadora de café, lo cual no existía en este centro de salud comunitario. Cuando tocó mi turno, me atendió una mujer afroamericana, de voz parca e indolente y que parecía estar hastiada del trabajo que hacía.  Sin mirarme directamente a los ojos, me indicó que debía pagar 85 dólares por la consulta de mi hijo, lo cual era considerablemente barato a comparación de otros centros privados. Luego de esperar casi 2 horas con mi hijo llorando y quejándose de dolor, la doctora finalmente lo vio. Tenía una infección en la garganta y ésta le había afectado el estómago.  Esperamos otra media hora más y me preguntaron si quería que le dieran antibióticos por 10 días o sino una única inyección de penicilina, que se la pondrían en ese momento. Obviamente preferí lo segundo. Una de las pocas enfermeras amables, una jovencita que parecía ser colombiana por su acento,  me indicó que esperara afuera, que primero debía pagar por la inyección y luego me llamarían. Salimos a la recepción como me indicaron, estaba comenzando a ponerme de mal humor, tal vez por la falta de cafeína en mi cuerpo y el cansancio acumulado. Hice la cola nuevamente y le pagué a la mujer afroamericana que no me miraba a los ojos, 47 dólares más por la inyección de penicilina.  Esperamos otra media hora más, mientras yo daba vueltas en la sala de espera como león enjaulado.  Ya era pasado el mediodía,  casi no había dormido, no había desayunado y lo peor de todo era que no había tomado ni un solo café.  Estaba  además de agotada, fastidiada y también preocupada por mi trabajo.
    Mientras esperaba por la inyección, llamé nuevamente a mi trabajo para avisar que aún continuaba en el médico y que era muy probable que ya no podría ir a la oficina ese día. Yo sólo pensaba en las 8 horas menos de salario, hasta que por fin nos llamaron.  Ingresamos al consultorio nuevamente y entraron 2 enfermeras que me dieron instrucciones para echar a mi hijo en la camilla boca abajo y sujetarlo fuerte. Una de las señoritas le colocó la inyección mientras yo le agarraba las manos y la otra le sujetaba las piernas. El gritaba y pataleaba como un animal salvaje.  Una vez concluido el proceso, una de las enfermeras, la colombiana buena gente, le acercó un gran pomo de plástico lleno de chupetes y le ofreció los que el quisiera.  El, que seguía molesto y refunfuñando por el pinchazo, le respondió gritando: “¡no quiero tus chupetes!”. Yo le llamé la atención por responder de esa manera, tomé  2 de los chupetes y se los di. El los tomó y los lanzó gritando otra vez: “¡no quiero chupetes!”. Seguía muy enojado por el hincón.  Después de la inyección, pasamos donde otra enfermera cubana que hablaba en Spanglish y me dio varias instrucciones para los próximos días.  Además, debía traerlo al día siguiente para ver cómo había reaccionado. Debía pagar 85 dólares nuevamente por esta segunda consulta y esto me obligaba a tener que volver a pedir permiso en mi trabajo. "¡Su vieja va pasar por esto nuevamente!", pensaba yo. Mi hijo ya se sentía mucho mejor después del hincón y del llanto prolongado.  Ya era casi la 1 de la tarde  y ahora la que estaba de mal humor y se sentía mal era yo. Me moría de sueño, de hambre y de calor. No sólo había gastado más de 130 dólares en esa mañana, sino que había perdido un día completo de trabajo.  Pero no importaba, mi hijo iba a estar bien y eso era lo principal.
    Finalmente, salimos de la clínica y fuimos caminando al carro muertos de hambre y yo bastante apurada. Iríamos a buscar algo de comer y ya podría relajarme.  Cuando llegué a mi auto, me di cuenta de que me habían puesto una multa porque se había expirado el  maldito parquímetro hacía más de 2 horas.


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